Hermosas palabras de Daniel Tomás Quintana para el cumpleaños de Deán Funes

En las palabras el escritor local recuperó a los personajes de la ciudad. "Quiero más bien, recuperar el recuerdo de los “nadie”, de aquellos que siempre quedan al margen de los diarios y los libros, de esos hombres y mujeres que se pierden en la polvareda del camino de la historia", expresa.

Locales 09/03/2016

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Amigos, hoy celebramos los primeros ciento cuarenta y un años de existencia de esta encrucijada de vientos, caminos y pasiones, de esta patria inmediata que nos alberga. 
 
Ya lo he dicho antes, nadie vino a fundarla. Se levantó como un milagro, entre montes talados y rieles relucientes, al tronar de una máquina que izaba estandartes de vapor en el viento. Por eso debimos elegir una fecha para hacer la torta y apagar las velas.
 
No teman. No me voy a referir a las virtudes y defectos de ese controvertido Deán Gregorio Funes, con cuyo nombre nos bautizó algún ignoto oficinista porteño. Tampoco haré mención a don Abraham Bustamante ni a los otros próceres locales, cuyas memorias recordamos cada 9 de marzo.
 
Quiero más bien, recuperar el recuerdo de los “nadie”, de aquellos que siempre quedan al margen de los diarios y los libros, de esos hombres y mujeres que se pierden en la polvareda del camino de la historia. Ellos son también los constructores de esta Patria del Viento.
 
Digo, por ejemplo, cuál habrá sido el nombre de ese niño que jugaba a la escondida entre espinillos y algarrobos; o las señas particulares de la mujer que parió el primer deanfunense cuando la historia comenzaba; o la fisonomía de las personas que se santiguaron al paso del cortejo fúnebre que inauguraba el cementerio; o el apodo del albañil que puso el último ladrillo en la torre de la iglesia; o los datos personales del maquinista que conducía el tren obrero a Las Canteras.
 
Por eso, para rescatar historias y nombres del olvido, recorro los íntimos recovecos de este mágico espacio en que sucedemos día a día.
 
Entonces, caigo en la cuenta de que a nuestra Deán Funes le están faltando calles, plazas , esquinas, callejones y hasta un par de barrios grandes, populosos. O será, tal vez, que nos están sobrando nombres para designar tanta ausencia y tanta historia.
 
Y a las pruebas me remito: dónde están el Negro Mostacilla, su corpachón y su sonrisa generosa; la Dalinda con sus ojos de mar y la nariz ruborizada por el vino; la locura entrañable de La Mansa; el ilustre Picucha y las peligrosas tijeras de Cotapelo; el espeso bigote de Trifón; el raído sobretodo del inocente Peludero; el ojo perdido de Rogelio; la barba y la sonrisa del Diablo Negro; la legión de chiquillos que voceaba el "Córdoba" por las noches y aquella Muda de rostro emblanquecido y lengua gutural.
 
Dónde se guarecieron los ojos dormilones de don Pedro Vergara; el overol engrasado del gringo Paulinelli y las llaves de todos los tamaños que exhibía el Gordo Fernández en su taller; los frenos de caballo que forjaban los Tosini; el áspero olor de las barracas y el fragor de las caleras; los helados de El Danubio; los pizarrones que escribía don Cortizo y el rostro inefable del Cara de Papa.
 
En qué rincón quedaron Quinquillo, Sandunga y sus yuyitos; el viejo Cebolla, ese gigantón de barba blanca con su tarrito enhollinado de tristeza; doña Filomena, valiente capitana de un mitológico despacho de bebidas; el mostrador de “El último trago”, ineludible boliche aledaño al cementerio; las herraduras que fraguaba don Maciel, allá en La Feria; el ungüento milagroso que usaban don Toloza, doña Irene y Cordobita para arreglar músculos, huesos, nervios y otras hierbas; aquel Pájaro Negro que asolaba a los noctámbulos y esa mujer de larga cabellera que salía del cementerio cada noche.
 
Dónde se fueron las manos sabias de Brunetti y el pájaro campana que habitaba en su guitarra; los tangos que entonaba el Negro Cisterna y el acordeón fiestero de Pochito Janini; las jeringas de vidrio de Nena de Marzari y de la Rosa Figueroa; la mítica bocina de Vinchuca; el guardapolvo inmaculado del Dr. Galopito; la maza y los parches del gringo Oliszynski; los escaparates del Sol de Mayo; las máquinas de café de El Plata y el 9 de Julio; la discoteca de La Posada del Corregidor; la pista de scalextric del FKM; el cajón de Milán Torres, el lustrabotas; los anónimos cantores de boliches de mala muerte y buena vida y ese ejército de bandoneones prodigiosos que tocaban tangos a la luna.
 
En cuál recodo, del camino o de la vida, se extraviaron el camión carbonero de los Arévalo y el camioncito de los Gómez que entregaba querosen a domicilio; la linterna de doña Segunda rasgando la oscuridad del cine Italia; las mesas del boliche de Julio Ramallo; el temblor de las manos de don Orsini; la tuba del sordo Zaragoza; las estampitas que entregaba el niño Prini a la salida de la misa; las verduras y las frutas del Chanchita y las cuchillas carniceras de Manuel Barrera y Bartolo Bergese.
 
Dónde están los fantasmas y los duendes; los empedernidos ladrones de gallinas; aquel Pancho Grillo que saltó la tapia de las monjas; las abejas de Opocho Nievas; las alas invisibles de ese Machito García que intentaba volar en la Belgrano; las muletas de madera de don Eladio Bustos y de Lucho Medina, insignes zapateros; las radios de capilla que reparaba el rengo Allende; los clavitos en la boca del gringo Demonty; la bala que mató a don Rubino; un traje sastre de Modas Vitalina; un vestido de novia salido de manos de la Tita; las leyendas de amores y desamores; los suicidas que en este pueblo han sido; los chismes que corrieron por sus calles como barriletes llevados por el viento; las jugadas de quiniela clandestina y hasta esas cuadrillas de atorrantes que supimos conseguir.
 
Por eso, amigos, no permitamos que nadie nos enajene la memoria.*

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